Una lectura de Ernst Jünger
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Llena de sabiduría y excelentemente traducida, no es ésta esa novela de acción, al estilo de los títulos de P.C. Wren -Beau geste, Beau ideal- que imaginé en un primer momento, al leerla en el otoño de 2005, hace ahora dieciséis años. Puede que esté más cerca de esas narraciones para la juventud de Hermann Hesse. De hecho, no es la fascinación por la acción, es la fascinación por la aventura, la que lleva al joven Berger -trasunto del autor- a cruzar la frontera francesa -sin saber muy bien por dónde lo hace- sin más "peculio" que el que le han dado en su casa para asistir al nuevo curso escolar. África se antoja al estudiante un territorio mítico, en donde todo puede suceder. La puerta a dicho continente, del que se nos habla sin el más mínimo atisbo de racismo -pese al futuro en la Wehrmacht que aguardaba a Jünger-, es la Legión Extranjera francesa.
Tras introducirse en Francia gracias al respeto que los libros que lleva en su equipaje inspiran a los gendarmes que le piden el pasaporte -a quienes dice que es estudiante de francés-, Berger come, se embriaga ligeramente con los vinos de la tierra -lo que Jünger narra con un tino que ya deja entrever el experto en alucinógenos que llegará a ser-, es robado en el hotel donde se hospeda y duda. Cuando pregunta por el banderín de enganche a un guardia, éste, con muy buen criterio, le dice que no se aliste. Pero el joven alemán ya está resuelto a ello.
Ya recluta el protagonista, toda la narración se centra en el retrato de los compañeros de Berger y, en menor medida, de sus jefes. No hay opinión alguna sobre la institución castrense ni sobre la violencia. A decir verdad, esto es un canto a la camaradería más que a ninguna otra cosa. Entre los legionarios -antiguos aprendices de los más variados oficios, huidos, proscritos- carne de cañón procedente de toda Europa, Berger no tarda en simpatizar con Benoit, un veterano que ya ha entrado en combate en Indochina. Es precisamente con el relato de aquellas aventuras en Asia -en la que Benoit acabó colgado del opio- cuando nace la amistad entre los dos.
De aquella experiencia con la droga, el veterano regresó a París para emplearse como albañil por las mañanas y beberse una botella de vino en la taberna por la tarde. Esta precisión con la que Jünger define el alcoholismo de quienes alternan el vicio con el trabajo es un buen ejemplo de esa sabiduría que rezuma el libro y una de las cosas que más me han llamado la atención. También viene a dejar constancia -dicho sea de paso- del interés del autor por las drogas.
Más adelante, un médico de la guarnición descubre en el joven Berger a un hombre de letras y le da un consejo para que abandone la Legión antes de que sea demasiado tarde. Pero el muchacho está resuelto a partir.
Trasladados finalmente a África, cuando Marruecos resulta no ser esa tierra virgen que Berger pensaba y los primeros servicios que se le ordenan consisten en cargar piedras y demás trabajos totalmente ajenos a la aventura y al oficio de las armas, el joven Berger comienza a acariciar la idea de la deserción. La llevará a cabo junto a Benoit. Detenidos cuando están a punto de cruzar la frontera marroquí, lejos de ese fusilamiento que se imagina para los desertores, son objetos de una detención benévola antes de ser trasladados a su cuartel. Allí son encerrados en celdas de castigo: Benoit durante quince días; Berger durante diez. También aquí la penitencia se antoja benévola para la falta cometida. Berger ni siquiera llega a cumplir el arresto. Está en ello cuando se le anuncia que su padre ha conseguido que sea exonerado de su compromiso con la legión.
De regreso a su casa, Benoit será idealizado en el recuerdo de Jünger -como demuestra la carta a él dirigida a modo de epílogo- aunque pasarán cuarenta años antes de que se puedan volver a ver.
Publicado el 5 de noviembre de 2021 a las 01:30.